En no pocas ocasiones vamos decididos hasta nuestro objetivo y cuando lo saboreamos nos damos cuenta de que no tenía el mismo gusto que nosotros creíamos que tendría. ¿A quién no le ha pasado nunca ir a media noche a la nevera y coger una botella que uno creía que era de leche y encontrase con que era de zumo o, a unas malas, caldo de pescado?
Muchas veces creemos que encontraremos la felicidad, mejor dicho, la FELICIDAD de nuestras vidas en convicciones que tenemos o que nos vamos haciendo a medida que crecemos. Sin embargo, más a menudo de lo que quisiéramos, nos percatamos de que alcanzar tal objetivo no es sinónimo de haber alcanzado la felicidad -en mayúsculas o no-, sino que ésta se aleja como si del horizonte se tratara.
Ante esta realidad llega a nosotros la frustración de la que difícilmente nos podremos desprender. Precisamente esta madrugada me ha sucedido lo comentado en líneas superiores con el cartón de leche. Tenía ya el gusto de la leche en la lengua antes de que el zumo entrara en mi boca. Pero, mirando la parte positiva, peor fue ese día en el verano de hace unos años en el que engullí algo de caldo de pescado y que hace que incluso ahora mismo al recordarlo tenga arcadas.
Todas estas vivencias, todas estas realidades que nos rodean las tenemos que tener presentes en nuestras vidas para que en el futuro no sólo no nos vuelvan a suceder, si suceden tengan el mínimo impacto en nosotros, pero también para considerar que seguramente lo que tenemos pensado como óptimo es posible que no lo sea y que cada uno de nosotros tenemos una misión, tal vez desconocida, que sí nos llevará a tal felicidad deseada.
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