Como cada año cuando acabo de llegar del pueblo de vacaciones, tengo ganas de volver. La llegada a la ciudad, a la rutina, a la vuelta al trabajo... se hace difícil después de un mes en el pueblo, en contacto con la naturaleza con la libertad que ahora te coartan cuatro paredes que se ven multiplicadas por varios tabiques.
Pero poco se puede hacer en este momento, sino haber saboreado este tiempo ya concluido, empezar a disfrutar de lo que nos espera en este septiembre que comienza por oscurecer las calles cada día más temprano.
Hoy ya no es como ayer. No sólo ha cambiado el día y la hoja del calendario, sino algo más, una especie de sentimiento en el fondo del corazón que mira con nostalgia al muerto agosto que hasta el próximo año -Dios mediante-, no volveremos a ver: las visitas y las estancias con los familiares, los paseos en bicicleta, las charlas con los amigos echando una partida de dominó, los granizados de café y horchata valenciana en el bar del pueblo... y muchos más momentos que cuál enfermo en la UCI se ponen en stand by esperando el próximo agosto. Sin embargo, un próximo agosto en el que todos -si seguimos estando aquí-, estaremos más viejos, más quejosos, más tristes, menos ilusionados lamentando la vida que se nos escapa, los días que pasan, los días que se nos escurren entre los dedos, en ocasiones sin saborearlos o sin saborearlos lo suficiente.
Pero la realidad apremia y no es bueno lamentarse de lo inevitable, de lo que ya ha pasado, sino que hay que seguir adelante valorando lo que se aproxima y con la esperanza de que todo saldrá bien.
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