Queda demostrado: estamos plagados de incivismo, o al menos es lo que percibí el pasado viernes en un viaje en tren que hice. No suelo utilizar el transporte público ya que no me gusta depender de terceros. Soy de los que va en moto o en coche dependiendo de las distancias, a una velocidad tranquila, pero que me permita llegar a los sitios cuando toca. Sin embargo este viernes, como no tenía el coche disponible, decidí que la mejor opción para ir al pueblo no era el autocar sino el tren, especialmente por razones económicas y de tranquilidad.
Después de más de media hora en metro llegué a la mal indicada Estación de Sants de Barcelona. De una taquilla me pasaban a la otra ya que según el tren que cojas debes acudir a unas o a otras. Pagué, bajé al andén y esperé a que viniera el mío. El andén estaba lleno, especialmente de adolescentes que probablemente iban de viaje de final de curso. Había demasiado ruido.
Por megafonía anunciaron su llegada “tren destino Valencia, vía nueve, vía nueve”. Se paró a unos metros de mí y no puede acceder a los vagones delanteros ya que se formó un colapso en las puertas, principalmente a causa de los estudiantes referidos. Decidí acudir a la los últimos vagones cuyas entradas estaban menos saturadas. Rápidamente logré subir, pero casi todos los asientos estaban ocupados. Logré percibí uno libre, pero no lo había visto bien, una chica gruesa, con gafas había puesto sus sucios pies descalzos encima del asiento. Al girar la cabeza vi otro asiento, el mío.
Una vez sentado me percaté de mi error. Delante de mí había dos chicas de una treintena, a lado una veinteañera con una bolsa extraña, como aquéllas en las que se transportan animales. Efectivamente, pocos minutos después, un perro blanco asomó su cabeza por la puertecita de la bolsa, que se cerraba con una cremallera. Durante todo el trayecto, de vez en cuando la chica le abría la bolsa para que el perro asomara la cabeza y pudiera respirar mejor el aire que se encerraba en aquél vagón que, a medida que avanzaban las estaciones, perdía pasajeros.
Al lado izquierdo, la chica gruesa de gafas seguía posando sus pies, ahora con zapatos, encima del asiento. Detrás suyo, una chica rubia bastante guapa hacía lo mismo. El tiempo pasaba, así como las estaciones, e iban entrando y saliendo pasajeros. Me dolían las rodillas, sobre todo la izquierda. Por fortuna, las chicas de delante se marcharon y pude estirar los pies por debajo del asiento, pero fue por poco rato. Un chico alto y delgado, con unas gafas de los años 70, un collar y con pinta de macarra, acompañado por una morena cuya cara me recordaba a Britney Spears, se sentaban delante de mí. Cuando se acercó el revisor compraron un billete para Tortosa, por lo que me quedé sin poder estirar las piernas otro largo rato. Una vez en esa ciudad, bajaron. Creía poder gozar de algo de tranquilidad, pero se sentó un pakistaní delante que me impidió relajar de nuevo las rodillas, ya más que cansadas por el viaje.
El revisor pasaba de un lado a otro. Le llamaba la atención a otra chica con acento valenciano que había subido unas paradas antes y que, junto a un amigo suyo, había ocupado uno de los sitios que habían quedado vacantes tras la retirada de la chica gruesa con gafas. Ésta de ahora era más guarra y sin vergüenza que la de antes. Hasta en seis ocasiones el revisor le llamó la atención y cuando éste se giraba, ella volvía a ubicar sus pies, cubiertos por unas bambas, encima del asiento. Por si fuera poco, unos ocupas se habían colado en el tren y se reían del revisor. Bajaban por un vagón y subían por otro. No había tiempo, el tren tenía que arrancar y lo hizo, eso sí, con los ocupas que no habían pagado su billete.
Ahora bien, al revisor no se la iban a dar con queso. Tenía un walkie-talkie y lo estaba empleando. Efectivamente, no podía enfrentarse a los ocupas, pero sí que podía llamar a la Guardia Civil para que les esperara dos estaciones después. Así fue. Mientras tanto, una chica ubicada detrás de la rubia referida que ya había bajado mucho rato antes, estaba liándose, como mínimo, tabaco. Lo hacía con cierta maña. No era su primera vez.
Llegué a mi destino y la Guardia Civil esperaba a los ocupas que tuvieron que abandonar el tren y continuar su camino andando. Así fue. Pasaron delante de mí y se quedaron en las escaleras, quizás con la intención de tomar el próximo tren con el fin de que, poco a poco, pudieran llegar gratuitamente al sitio pretendido. Para mí, el viaje había terminado. Sólo quedaba andar un poco para llegar a casa y repasar los actos incívicos que viví en aquellas tres inacabables horas de viaje.
02 de mayo de 2010
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